-Qué raro,
Kevin, nadie nos ha robado nada aún ¿Has comprobado que tienes la cartera?
-Sí, la tengo,
imbécil. Ya te he dicho que esta gente no se dedica nada más que a robar.
Algunos tienen sus artes.
-Venga va, y ese
mendigo, dime ¿Qué artes tiene?
-No sé,
pregúntaselo.
Los chavales
seguían andando por el mercado. Era de noche y todo estaba iluminado por fuegos
y faros baratos. Se respiraba olor a podredumbre y hacía frío. Además Germán no
llevaba chaqueta y se empezaba a sentir molesto.
-Tío, quiero
irme a casa, deja el trabajo para otro día, hace frío.
-No, joder, vete
tú si quieres. Yo tengo que encontrar algo que valga la pena.
El trabajo que
estaba haciendo Kevin se trataba de una redacción sobre las tribus callejeras,
para la clase de Filosofía. No entendía muy bien lo que quería el profesor,
pero había que hacerlo.
A lo lejos vio
algo que brillaba de diferentes colores, en concreto, azul, rojo y amarillo. La
gente no se inmutaba, así que una de dos, o solo podía verlo él, o los demás ya
estaban acostumbrados.
-Germán ¿Ves
eso? Las luces.
-Sí ¿Qué es?
Bueno, no, olvida mi pregunta, vayámonos a casa.
-Calla, vamos a
mirar.
Se acercaron
lentamente, hacia una mesa que había al fondo del callejón. Se trataba de un
hombre con sombrero. No se veía mucho su cara, pero podía apreciarse una barba
cuidada, tendría unos veinte años. En sus manos tenía una baraja de cartas que
brillaba por sí sola. Los chicos miraban alucinados, cosa que el feriante notó
y levantó la vista, dando a ver así, unos ojos sin iris, solo pupila, daba
grima.
-Hola chicos ¿Queréis
ver un truco de magia?- les preguntó con una voz grave y juvenil.
Ninguno
respondió
-Tomad, contad cuantas
cartas tiene esta baraja- propuso extendiendo la baraja hacia uno de los
chicos.
Kevin, que
miraba asustado, la agarró, y esta dejó de brillar. Las contó, dos veces, eran
cuarenta cartas. Cuando le comunicó la cantidad se las devolvió.
-Vale, ahora,
comienza el truco. Pero tenéis que ayudarme, leed lo que pone en este papel-
extendió a German un papel rojo con una palabra escrita. El chico la miró un
poco y se decidió a leer.
-Fates
El hombre sonrió
de medio lado y sus cartas se iluminaron de rojo. Entonces, a una velocidad
impresionante comenzó a lanzar cartas a los demás vagabundos que había en el
callejón. Éstas salían con una fuerza impresionante que derribaban a aquel que
alcanzasen. Uno por uno iban cayendo al suelo mientras los chavales miraban
alucinados buscando a la vez alguna vía de escape. Entonces, el hombre, al
acabar con todos los mendigos, traficantes, gitanos y vendedores ambulantes
allí presentes. Se puso delante de los chicos.
-Tranquilos, no
están muertos. Solo inconscientes, en un par de horas se despertarán. Hago ésto
todas las noches por pura diversión.
-Pero…
-Dejadme que os
lo explique. En el país de los ciegos, el tuerto es el rey. Eso es verdad. Pero
cuando el rey es la anarquía, lo que ocurre es que cada ciego intentará acabar
con el tuerto para ver si así, su ceguera queda infravalorada. No sé si me
explico. La envidia queda muy por encima de cualquier sentimiento cuando la
alimentas.
Los chavales
miraban alucinados ¿Quién era ese hombre? ¿Qué les estaba contando? ¿Cómo había
hecho eso?
-Vale, dejémonos
de tonterías, mi nombre es Wist. Soy un preso de la cárcel nacional de
Atrosia, me encerraron por revolucionario. Si os dijese que no hice nada
posiblemente no me creeríais. Llevo aquí un año y medio y sé cómo funcionan las
cosas en este planeta.
Ni Germán ni
Kevin soltaban palabra. Miraban al hombre a los ojos y no podían ni mover la
boca.
-Estoy aquí para
solucionar una guerra mundial que hay en mi planeta. Han mandado a dos presos
de cada país para luchar a muerte y los dos últimos que queden serán liberados
y su país se proclamará vencedor. Mi planeta se llama Megax, está a seiscientos
años luz de aquí, pero nosotros fuimos tele-transportados. No espero ganar esta
batalla, al fin y al cabo volvería a ser encarcelado si me sueltan.
Kevin se dispuso
a hablar. Sus ojos marrones miraban al extraño con terror, mientras su boca
temblaba.
-¿Y por qué no
cuenta esto?- le preguntó tartamudeando.
-Verás, necesito
un humano. Pero no para comérmelo ni para diseccionarlo, dado que nuestra
anatomía es parecida. Lo quiero para que me ayude con los poderes. No me
explicaron muy bien cómo funciona esto pero mira.
Se acercó a la
mesa y de la parte inferior sacó una esfera del tamaño de un puño. Era, por los
pliegues del interior, de diamante. Eso lo había estudiado Germán en Geología
de primero de carrera.
-Eso es
diamante, Kevin- tartamudeó mientras temblaba.
-Venga va, deje
de tomarnos el pelo ¿Cómo se ha cargado a toda esa gente?
-Mira, Kevin, el
callejón está lleno de cartas tiradas por el suelo ¿Verdad?- le dijo el hombre
sonriendo y señalando la calle- Las he sacado todas de la baraja que tú antes
has tocado. Dime ¿Cuántas cartas tenía?
-Cuarenta
-Cuéntalas de
nuevo- le extendió la baraja.
Las contó un par
de veces, mirando de vez en cuando que no hayan desaparecido las que había en
el suelo.
-¿Y bien?
-Esto no
significa nada, podría haberlas sacado de su chaqueta- gritó Germán agarrando
la gabardina negra que tenía puesta el mago.
Estiró de la
tela oscura fuertemente para sacársela, entonces, el hombre hizo un movimiento
con el brazo y de dentro de la capa salieron un montón de cartas, tantas que
taparon la visión a ambos chicos, perdiendo de vista al hombre por completo.
Pero no acabó ahí, las cartas empezaron a formar una espiral en el aire y se
fueron depositando una por una en el suelo. El mago había desaparecido. Cuando
todas las cartulinas quedaron apiladas, los chicos no pudieron contener un “¡Oh!”
de sus bocas, cuando la figura que se había armado con la pila de cartas no era
nada más ni nada menos que la del mismo mago.
-¿Qué cojones?-
Kevin tenía la boca abierta y miraba alucinado la figura del hombre con el
sobrero, la barba perfectamente pareja y aquella sonrisa que inspiraba terror.
-¿Alguno de
vosotros vive solo?
Ninguno contestó,
pero la respuesta era afirmativa en ambos casos. Pero no podían articular
palabra. Entonces, Kevin, asintió con la cabeza.
-Bueno, en ese
caso vayámonos, tengo que ducharme- le dijo a los chicos agarrándolos de los
hombros y conduciéndolos a través del callejón.
A su paso las farolas y el fuego se apagaban.
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